Sobre la naturaleza de las cebras (parte 2)

Cada lunes, miercoles y viernes solía acudir a clases de solfeo. Admitía que era poco agraciada con la música, y aunque la apreciaba como la que más, no había nacido para tocar el piano o el violín. Solía sentirse estupida intentando que sus dedos reaccionaran ante las órdenes que una mente demasiado atolondrada daba de manera imperiosa - ¡Do! ¡Mi! ¡Sol! - eso no funcionaba, por mucho que gritara por dentro sus articulaciones no eran lo suficientemente fuertes.

Llevaba tiempo esforzándose el doble en hacer cada cosa que su día a día le exigía, a causa quizás de que le costaba el doble concentrarse. Sabía la causa de su distracción permanente, sabía en que pensaba cuando se levantaba despuntando el sol y cuando se acostaba con el cielo teñido de negro. Un solo motivo existía en su vida que le hiciera perder la concentración, pero se esforzaba todo lo posible en no admitirlo.

Su posición social y su futuro imperaban en la vida de aquella señorita, y ninguna explicación podría hacer entender a la gente que la rodeaba lo poco que a ella le importaban trivialidades como esas. Que a ella lo que más le importaba era él.

Podía seguir con su vida, podía levantarse cada día y cumplir con sus compromisos con la puntualidad de un reloj. Podía acudir a clases de solfeo y seguir intentando tocar el piano aunque sus dedos rebeldes no hicieran caso. Podía seguir haciendolo todo.

Y sin embargo nada, nada, sería tan importante como él.